Oí voces oscuras
desdiciendo mi nombre.
Me llamaban de lejos
recordando mis sueños:
unos sueños enormes,
llevándome en sus hombros
hacia concavidades
de mi propia conciencia.
Yo me tendí de bruces,
alargando los brazos
hacia dádivas mudas,
negando mi presencia.
Ahora pierdo mis voces
y mis voces me pierden
en un eterno juego
de carnadas y víctimas.
¿Dónde están esas voces
que ayer se me perdieron?
Las busco en las tinieblas
de mi propio hermetismo,
clamando por trofeos
que me fueron negados
o nunca fueron míos
y se escabullen, raudas,
deslindando senderos
de lo que añoro y quise,
de lo siempre perdido,
de lo eterno añorado
que marchó como pudo
dejando cicatrices.
Voy tras ellas,
las busco,
sin mediar comentarios.
Las voces aparecen,
audibles en su acento,
y mi grito se calma.
Son las voces cercanas
llamándome, incautas,
a trazar nuevos límites
en mis viejos cercados:
van impidiendo, tercas,
sostener mis raíces,
reclamando a su modo,
su modo de escaparse,
llevándome en la barca
de los sueños felices.
Esos sueños felices
que ayer se me truncaron
y me buscan de nuevo
encontrándome triste.
¿Dónde están esas voces
oscuras que nombraban
con palabras antiguas
mis recuerdos felices?
¿Dónde están esas voces
lejanas y cercanas
que perdieron la brújula
de mi viaje sin límites?