Bramó furioso
el monstruo de las olas,
sobre la superficie
del paisaje.
Vuelos altísimos
rugiendo tras la espuma
en un desolador viraje
de árboles y maderas
de raíces y tejas
que sembraban
la devastada integridad
de siembras y viviendas.
En todas sus piruetas
le acompañaban nubes
con una oscuridad que consentía
ver mirar las mil crines
de potros que salían
de la vasta deidad,
en estampida.
Todo fue un corre y corre
de pies y manos, viendo,
perder las pertenencias
cuando ese mar bravío,
derribando las puertas
arrasaba con todo
a su presencia.
Gritos, susurros,
palabras convertidas
en mandato u oración,
según la prédica.
Las camas, hamacándose,
en el agua
nos hacían creer
visiones planetarias
de un mundo inconsecuente
bajo el agua,
y rezábamos juntos,
a hurtadillas,
subidos hasta el techo,
o hasta el muro más alto
de la casa.
Temprano, en la mañana,
tres pequeños traviesos
dirigían al mar
sus improperios,
pueriles amenazas,
poniéndole la raya
Del «no pasas»,
«pobre tonto, no pasas»,
y el mar siempre llegaba,
dejándonos borrada la amenaza…
Poco a poco,
las olas increscendo
vieron la angustia
de los ojos tiernos,
corriendo hasta el abrigo
de la casa
y trancar, asustados,
con palos y ladrillos
la amplia puerta
que daba hacia la playa,
y el mar,
en su gran furia,
destrozara.
Desde ese día,
hasta hoy,
ya siendo vieja,
me persigno ante el mar,
estando afuera
y camino rezando
que la gracia de Dios,
omnipotente,
me permita ese baño que deseo
en sus aguas azules,
bien calmadas,
tranquilito y sin olas
que lo enciendan…