Hubo una vez
una estación de tren
allá, en Santa Teresa.
Una calle colmada
de bailonas cayenas,
alegres margaritas,
mangos jugosos,
dulces cotoperíes
y una culebra
larga y gris,
toda cubierta
de metal
que chirriaba igualito
en cada ida y vuelta,
del tren que regresaba.
Y pasos presurosos
que iban y venían,
y saludos alegres,
y fuertes carcajadas,
tras las libres palabras
ansiosas de respuestas.
Hubo una vez
una estación de tren
allá, en Santa Teresa.
Hoy ya no está,
pero persiste
cada vez que la invito
a pasearse sonora
por mis viejos retablos,
recurrentes.