En el árbol más alto,
cercano a donde vivo
hay un hueco en el medio
de su robusto tronco.
Exactamente allí
una familia de pericos
unos treinta más o menos
hicieron, por su cuenta,
cómodos apartamentos.
En las tardes
de otoño, de invierno,
de verano y hasta de primavera,
el hermoso árbol
cubierto de hojas,
de hojas cayendo,
de hojas naciendo o desnudo
hacen los mismos vuelos
en cadencia
hacia los otros árboles del río
Riéndose del clima
que les toca
y haciendo sus piruetas
con el mismo bullicio.
Han crecido muy poco,
si comparas los sitios
en que han acompañado
mi vida con sus trinos.
Se van de un lado a otro
dialogando lo mismo
y vuelan hacia arriba
y hacia abajo del río,
sin perder, ni un momento,
la bulla que tuvieran
en los remotos tiempos
de mi antigua ribera.
Parece que no pueden
perderse la costumbre
de continuar alegres
con luces o sin luces,
con el calor que enciende
o el frío que sucumbe
a la cháchara alegre
de los cantos que lucen.