Sucedió para nosotros,
esa noche,
en la cual tu rezaste
con tanta devoción
y desespero,
para luego sumirte en el reposo,
que te pedía a gritos
el cansancio.
Yo caminé hasta allí, hasta su cuna,
donde entubada y triste
dormitaba,
aquella pequeñita
que lloraba,
con tan furioso llanto
que no oías.
Porque esa vocecita
tan pequeña,
urgida se marchó,
para no violentarnos.
Nacida hace tan poco
y no has podido
llenar su cuerpecito
de caricias
ni alimentar su boca,
con tu savia.
Sucedió aquella noche
en que nos la operaron,
su débil corazón
estaba en vilo.
Yo, llegué hasta la cuna,
para hablar con su espíritu
y retarlo,
a abandonar la vía
de caminos oscuros,
que nos hacían daño.
Acá estábamos todos:
llorando,
orando,
suplicando,
a toditos los Santos
que estaban escuchando.
Así,
le hablé a mi niña
de los caminos largos,
gloriosos, compartidos,
que estaban aguardándonos,
de ríos y de océanos,
de soles y de lunas,
de estrellas que no duermen,
de lugares cercanos y lejanos.
De tantas otras cosas
que así la esperarían,
dentro de nuestra magia
de quererla
y nuestra decisión
de ser sus guías,
en caminos tan verdes
que quitan el resuello,
de azules tan azules
que un día pintaría
de la mano en su mano
para cuidarla en todo
los coloridos viajes
que su vida daría.
Del mar haciendo olas,
del cielo haciendo estrellas,
de la tierra hecha vida,
del viento acariciándote
cada vez que lo dejas.
De los rostros amados
que tendría tan cerca,
de las velas cada año,
bendiciendo la edad
que ella cumpliera.
Para cuando mis lágrimas
brotaban
y no sabía ya
que hacer con ellas,
mi niña abrió los ojos
tan comprensivamente
que me hinqué,
y de rodillas,
le di gracias al Cielo,
a mi Dios,
a los Santos,
y a la Madre tan justa
que oyera tus reclamos
¡y cumpliera!
¡Mi nena vivirá!
Te dije entonces,
al volver a tu cuarto.
En tu reposo,
oyendo, sonreías…
Tu viste a la pequeña
mirándome en tus sueños,
con la misma certeza que yo
para la vida…
¡Milagro de querer
con tanto empeño
que es dádiva de luz y amor
tenerla viva!