Allá, al final del patio,
cerquita de la cerca,
hay un cují muy dócil
recibiendo con gracia
a pájaros y a niños.
Cuando la lluvia cae,
va haciendo sus caminos
en el parque,
y todos los caminos
van a dar al cují,
formando un lago pequeño.
Cuando la luna sale,
el cují puede verla
asomada en sus ramas
y casi se estremece
mirando como danza.
Cuando la brisa llega,
le besa cada hoja, cada espina,
y el cují se estremece
suspirando nostalgias.
Cuando los niños vienen
se abrazan a su tronco,
reclamando victorias
y sonrisas.
Cuando Mayo aparece
lo corona
de las flores rosadas
que lo miman.
Si hubiera un cumpleaños
compartimos la torta
debajo de su sombra,
contándolo como uno
de los viejos amigos.
Hoy, solo están las raíces
del querido cují,
su tallo nos saluda
esparcido en el sitio
donde antes se alzaba,
a manera de bancos
donde sentar la charla.
La risa de los niños
siguen de compañeras
y, abajo, sus raíces
desprendidas del tronco
juegan a ser eternas.
Para mi:
sigue allí,
con su misma belleza
y mi melancolía.
La misma que en sus ramas
anido la tristeza.
La misma que se niega
a morir todavía …