Cuando muera
hijo mío, hija mía,
conviértanme en el polvo
de dar la eterna vida,
siémbrenme bajo la copa
de un árbol bien alegre
repleto de mil ramas
que sostengan los nidos.
Allí, entre sus raíces
respirare profundo
sintiendo el aleteo
de hojas y de alas,
los cantores cantando
alegres melodías
me cantarán la historia
de todas sus batallas.
La lluvia,
que, cayendo,
también cuenta su historia
me contará de nubes
transitando el espacio.
El río que ya sabe
centenarias leyendas
me hablará del origen
de la especie en las aguas.
Ese árbol, sosteniendo
sus frutos, hojas, ramas,
golpeará en mis arenas
los buenos días del alba,
y yo, que soy pintora
modesta en mi morada
sonreiré a las mezclas
del sol haciendo galas
de un eterno poema
reflejado en las aguas.