Ayer, cuando te hablé
tal vez, desconocías
el cúmulo infinito
de todas las razones
que me he ido hilvanando,
mientras vivo.
Ya los hijos no están,
y,
aunque quisieras,
ya no puedes flanquear
los límites que imponen
esos otros cariños
que surcaron sus vidas.
Ya no puedes,
como antes,
golpear cerradas puertas
porque tienes deseos de mirarlos
dormir sobre sus sueños
de ser grandes
y caminar sus sendas
a otro ritmo
que el que hemos compartido
aquí en la casa.
Y,
no nos pertenecen,
te lo he dicho;
que nunca fueron nuestros,
realmente,
sólo anidaron aquí,
por algún tiempo,
quizá, tan brevemente,
que parece mentira
que sus alas
hayan crecido tanto
sin que nos percatáramos
de la seguridad
que emana de sus pasos
o de esta soledad
que nos cercena
las ganas de sentirlos
por la casa
y la alegría vital
de verlos cerca.
Ayer, cuando te hablé
no me escuchaste.
Eres más terco que yo
para la vida,
pero,
la vida pasa,
aunque no quieras.
Y aunque lo quieras tu,
¡nunca regresa!