Asumí de pequeña
que cantarle a la Patria
era cantarle a todo
lo divino y profano
que existía.
Cantarle, así asumí,
a toda maravilla
que en su seno guardara:
al brillo de la arena entre las aguas
que bañan las riberas de las playas
en éxtasis de luz y de caricias,
a las altas montañas
con sus gloriosas cumbres,
a los ríos magnánimos,
su fuerza y su riqueza,
a los llanos inmensos
cabalgando sus tonadas eternas,
a las selva y desierto
promulgando
diferencias altivas,
al esplendor del campo
cultivado en sudores
de cuerpos campesinos.
Asumí,
que los altos cocoteros
cantaban o silbaban sinfonías,
ofreciendo calmar la sed
de quien los mira,
que los trinos,
bulliciosos y alegres de los pájaros
eran canción de arrullo si dormías.
Asumí que,
queriéndola, quería
a todos los hermanos
que se hallaban
luchando con bravura y valentía,
para ganar la Patria del futuro,
que, aunque se lo robaran,
poseían.
Asumí que quererla,
era también tenerla
en mis manos y pecho florecida.
Asumi que rendirle mis tributos
no era dádiva sosa
que pueda darse esquiva,
si no la madurez del que la ama
y quiere verla siempre bendecida,
recibiendo el regalo de sus hijos
que el esfuerzo de todos perseguía:
Ver flamear su bandera
en pos del aire
libre y gloriosa como merecía.
Asumí que la Patria
es lo más grande
que cada quien tenía.