Todavía me mezo
en los impulsos
de andar y desandar
de cada día.
Se me endulza la piel
cuando despierto
y ese rayo de sol
en la ventana,
le grita a mis sentidos.
Hay un ritmo
meciéndose en las alas
de los árboles,
mientras cantan
las voces de los pájaros,
todas las melodías
que se saben.
Todavía,
el suave resplandor
de tus pupilas
discretamente anhelan
el pasado,
mientras sientes las fuerzas
enrumbadas,
hacia una quietud nueva,
dulce,
y entrelazas
tus manos a mis manos
invitándome a usar
la misma senda.
Todavía,
la sonrisa de un niño
me impresiona
por todo lo grandioso
y sencillo que me dice,
encontrando respuestas
en mis viejas respuestas
para sus ansias nuevas
del nuevo aprendizaje
que le llega,
como un regalo hermoso
a su pascua perenne.
Todavía,
pido perdón a Dios
por mis pecados
con la simpleza dócil
de una niña
pidiendo que me sean perdonados,
como casi perdono,
a quien me ofenda.
Todavía,
se me duele la voz
y el sentimiento
cuando todo lo injusto le sucede
a los niños del mundo
o a los viejos del mundo,
siempre tan indefensos
de lo injusto,
cuando todo lo injusto
los acecha y los hiere.
Todavía,
veo el hambre en los rostros
y me siento dolida
en mi propia protesta
sin auxilios;
porque el hambre de tantos
debe ser suficiente
para cambiar de plano
las fuerzas del futuro
y yo no sé qué hacer
con estas manos mías,
tanta tiempo pasivas,
aguardando,
que llegue de otra parte
la lucha y la vigilia.
Todavía,
pido perdón a Dios,
también,
por los deseos
que no mueren en mi
ni se humanizan.