Poco a poco, la brisa
se fue haciendo más cálida.
La playa entera estaba
recubierta de algas.
El niño había llegado,
como cada manana,
con su pequeño anzuelo,
su pote y su carnada.
Con las ganas de siempre
de cumplir la jornada.
El sol, como jugando,
hizo un haz de clarines
tornando en azul claro
los grises de la noche
y los fugaces blancos
en multiplicidad de formas
y extensiones.
Pequeños animales,
corriendo en la resaca
duplicaban sus huellas
y artimañas
para estar más a salvo
adentro de sus casas,
ya fuera en las arenas
o en sus pulidas conchas:
tornasolados recipientes
con una vida inquieta
entre sus arcas.
La espera
se fue haciendo
eternamente larga.
En el aire, las aves,
lanzándose en picada,
cuando la mar estaba
tranquila y vislumbraban
zigzagueantes cardúmenes
moverse bajo la luz
de quietas marejadas,
engullían sus víctimas
y hablaban.
Aun asi:
no picaba el anzuelo,
no picaba,
a pesar de la espera
y la carnada.
Una que otre gaviota
miraba alguna ola
y la cortaba.
El niño, mientras tanto,
con su espera angustiada
miraba hacia su pote:
¡y allí no había nada!
Los peces no quisieron
comer de su carnada
o ya no tenían hambre
o fueron a otras playas.
El niño me miró
como queriendo hablarme
pero ya se habían ido,
inquietas como estaban,
toditas las palabras.