Van cayendo los velos
grisaceos de la tarde,
la brisa es gasa
inquieta, transparente.
Algún viento marino
la trajo en sus coletas
y es casi fria la noche
que se avecina y canta
su canto de senderos.
Lentamente,
se van perdiendo alla,
allá en la lejanía,
los trinos presurosos
de los pájaros,
añadiendo su canto,
mientras vuelan,
al revuelo final
cuando la noche llega.
La ciudad como siempre
reverbera en el valle
y en los cerros.
El Avila imponente
se opaca tras las nubes
y, en la sombra
sus surcos ingravidos
se miran,
recostados al borde
de la ciudad tendida.
Desde aquí la ciudad
luce tranquila
con todos sus afanes
y todos sus misterios.
Ya traeran
noticias tempraneras:
asaltos, violación,
choques y muertos.
Pero ahora,
la ciudad capital
luce tranquila,
como para avisarnos
que hay una musa
inquieta, tremendista.
Que pueden los poetas
cantarle a su Caracas,
la de los techos rojos,
antaño bien llamada,
la sucursal del cielo
ha poco bautizada,
¡la eterna novia
de nuestro firmamento!