¡Que infinita placidez
me embriaga ahora¡,
estoy en paz con Dios,
en paz con todos.
Ni una sola mirada esquiva
me señala,
ni una sola sonrisa
me perturba.
Estoy aquí,
de pie y manos juntas,
como en adoración
de algo infinito.
Con una solidez
trasnochadora,
una gran plenitud,
un gran alivio.
Cada minuto pasa,
y me parece
que florecen en mi
sesenta rosas:
todas vírgenes blancas,
transparentes,
airosamente quietas
y calladas…