Vino con la marea,
no supimos
de qué lugar lejano
había venido,
pero el bote quedó
solo en la orilla,
como llamando a gritos
la presencia, la mano ágil
que lo había traído.
A golpes y tras golpes,
cada ola,
puso rumbo final
hacia la playa.
El bote quedó solo,
resumiendo,
un salobre vaivén
en su nostalgia.
Nunca supimos
de la historia cierta
del pescador
que, acaso sucumbiera,
o, acaso, logró sobreponerse
del cansancio
ganando la ribera.
El caso es que siguió
la mar serena
y el bote quedó allí,
como en espera
de una historia
o de un náufrago.
Entre tanto,
los pájaros llegaron
haciendo sobre él
su madriguera.
Después,
pequeños caracoles
anidaron también
junto a cangrejos,
que narraban la historia
a su manera.
Algún pequeño ladrón,
llevándose su cueva,
se trasladó al nuevo hogar
y descubrió la placidez
de la sombra que deja
un bote abandonado
sobre la suave arena.
Nadie, exceptuando
los pequeños animales,
oso poner los pies
en su madera.
Temores inquietantes
la tiñeron
de alguna pesadez
que no pudiera,
quitarle el aleteo
de los pájaros,
o el andar desandando
de las olas pequeñas
que vienen a olfatear
la historia ajena.
Alguna mano pueblerina
hizo un collar
de conchas y semillas
y allí se lo dejó,
como un recuerdo
a quien nunca supimos
si viviera,
o si se unió a la mar
desesperado,
rechazando el fulgor
de las estrellas.
Lo cierto es que la mar
sigue llorando,
cada vez que vislumbra
luna llena…