Un poco como jugando con la Luna
se nos vino la aurora trasegando
y amaneció bonito
el verde-azul del pueblo
con su tierra cobriza y con su canto.
A lo lejos se oyeron las campanas
llamándonos a misa matutina,
y pies negros, menos oscuros, claros
resonaron con ritmo en la clara mañana.
La sonrisa en los labios,
compañera de todos,
nos dio, en todas partes, buenos días
y bailó, con los ojos, cada esquina.
Yo sentí, desde la calle estrecha
que tengo al lado de la casa grande,
el olor matinal a arepa asada,
a queso fresco, a nata fresca
y a café colado.
La nube del fogón se fue elevando
hasta los cocoteros vigilantes.
Recogieron los trinos
las flores y los arboles frutales,
mientras un aguacate
le hacía guiños al hambre.
Mi pueblo tiene ahora
ese mismo carácter
que ya viví, hace mucho,
desde la estrecha calle.
El rio, menos caudaloso,
sigue sobre sus piedras ancestrales.
Ya no hay vaivenes de canoas
repletas de cosechas, por su cauce.
No se oye el saludo a ambas orillas
cuando los brazos se agitan y preguntan
que tal le ha ido al otro en la faena.
Ya no tiene mi río su alegría de antes,
esa de la cosecha y la porfía,
pero vienen y van sus pobladores
con sus toallas al hombro,
a refrescarse.
Dicen que ya es salubre el rio completo
y todo lo que abarca con su cauce.
Va la madre a lavar y, desde abajo,
se siente el griterío de los más pequeñitos
solazándose.
Esa plaza, esa Iglesia siguen siendo lo mismo
dentro de mis recuerdos.
Estoy aquí, en mi pueblo,
el caloron te enciende las ganas de bañarte
y las ansias te guían por el camino viejo,
justo el que pasa por la casa grande,
hasta abajo, hasta el agua que sació a los abuelos,
las mismas, que ahora mismo, irán a refrescarte.