En el robusto arce,
de lado de mi orilla,
hay cantos verdes:
pericos adaptados
a estas tierras.
El paisaje es azul
reflejado en las aguas.
El sauce,
del otro lado de mi orilla,
va remojando dedos
que traspasan
la superficie verde,
doblegada,
por largas crines verdes,
tiñéndose amarillas,
siempre verdes
adioses que se marchan.
Es agosto,
el gran arce
de un marrón vino tinto
que decrece,
luce hojas oscuras
que brillan si la luz
les estremece.
Un bote
va empujando las aguas
para abrirse camino.
Los pájaros resguardan
sus plumajes y giros,
prendidos en las ramas.
Nadie pasea a la orilla
donde los espejismos
se concentran.
Atrás,
los grandes pinos
bracean en el aire
y a su antojo.
Y mucho más atrás,
están los otros árboles,
y el cielo más atrás
de los árboles
vestidos ambos
de lejanía celeste.
Hay quietud de respuestas
mientras las nubes juegan
a cambiarse de gazas.
Y el sol,
combinando colores,
para alegrar las aguas,
hoy se marcha,
bien tarde,
en su gira sin pausas.