Ya no tengo las ganas
del trabajo contínuo.
Mis músculos defienden
el placer de estar vivos
sin más tarea que ser
la escritora de siempre,
recitando sus versos
o escribiendo sus tontos
y olvidando conflictos.
Ya no tengo las ganas
de pregonar verdades,
tan supuestas y humanas,
tan pequeñas y grandes
como el costo contínuo
de escribir los alardes
de un sueño que tuvimos
entre sonrisa y llanto,
entre cantos y altares.
Y es que todo perece
en ese entorno grave.
Nada tiene importancia
y, el lujo de detalles,
se quedó en una feria
que no visita nadie.
Sólo una brisa tonta
hurgando entre los versos
que pierdes al instante.